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ESTA MUJER ABANDONÓ IRÁN EN BUSCA DE SEGURIDAD Y ENCONTRÓ VIOLENCIA SEXUAL EN EUROPA

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By Athenea Olsson and Sara Bermúdez

Todas las personas migran en busca de algo mejor.

Tomar la decisión de migrar significa en muchas ocasiones la planificación de una huida. De los conflictos armados, de la pobreza, de gobiernos que limitan la libertad de expresión o de la discriminación. Existe una combinación infinita de causas y factores que empujan a una persona a tomar la decisión de abandonar su hogar. Sea cual sea el motivo todas lo hacen con un objetivo en común, la búsqueda de algo mejor.

Nunca fue fácil emprender ese viaje. Tampoco lo es el trayecto en sí mismo, ni la llegada a destino. Mucho menos si eres una mujer. El contexto migratorio refleja una vez más las consecuencias de un sistema basado en las relaciones de desigualdad.

Hace poco conocíamos a M. y a su hija en un campamento de refugiados en Subotica. Ambas dejaron su casa en Irán después de que la expareja de M. intentara asesinarla por no vestir el Hiyab en la calle.

Hoy hemos recibido una llamada con un mensaje de sabor amargo, han llegado a Alemania. ¿Significa eso que ya no sufrirán más? Desgraciadamente, no. Durante la llamada, escuchamos unos sollozos al otro lado del teléfono, las lágrimas de M. expresan dolor. Tiene algo que contarnos sobre sus últimos días en la jungla.

La jungla es el nombre con el que los y las migrantes designan a la zona boscosa en la que se ocultan, viven y sueñan hasta que logran cruzar la frontera. Tal denominación no es una casualidad, entre la el refugio oscuro de esos árboles se oculta lo salvaje y lo desconocido, los deseos oscuros, los miedos y las emociones de muchas personas.

La falta de vías legales para emigrar obliga a las personas a situaciones muy peligrosas

M. y su hija se preparaban para cruzar, como ella nos ha relatado en la llamada telefónica. Eran cerca de las 3 de la mañana y esperaban acompañadas de quienes las habían prometido protección.

Como aclaración: las fronteras en Europa son difíciles de cruzar y pedir protección internacional fuera de un país de la Unión Europea es casi imposible. A veces, las personas que se desplazan se ven obligadas a cruzar las fronteras de forma irregular. En el camino, a menudo sufren violencia policial y se encuentran en situaciones vulnerables, y muchas veces acaban confiando su futuro en grupos organizados que pueden aprovecharse de su vulnerabilidad.

Muchas personas explican que necesitan pagar para poder continuar su viaje. En estos casos, algunos hombres de un grupo organizado que había dicho que la ayudarían a continuar su camino fueron los que asaltaron a M. Si las fronteras no estuvieran cerradas la gente tendría la oportunidad de migrar de forma segura y regular y este tipo de testimonios se reducirían. La violencia sexual en las rutas migratorias es sólo una de las muchas consecuencias del cierre de fronteras.

Entonces, el hombre se transformó en lobo y ante la mirada aterrada de la pequeña, un grupo de cuatro hombres violó a la madre. M. no se resistió porque sabía que eso garantizaba el bienestar de su hija, según sus propias palabras. La rendición como protección.

Sigo escuchando el testimonio de M. con un nudo en la garganta, no existen palabras de consuelo. Esa misma noche lo lograron, madre e hija cruzaron hacía Hungría. Sin embargo, no hubo tiempo para la celebrarlo pues fueron detenidas por la policía. M. lo intentó. Intentó gritarlo, intentó que la escucharan, intentó que la creyeran.

“Me han violado delante de mi hija”.

Nada, no sirvió de nada. Ambas fueron devueltas ilegalmente al mismo punto de la jungla desde el que partieron.

Los días siguientes fueron un infierno para M. Sin poder ducharse, sin poder cambiarse de ropa, arrastrando el peso de la violencia ejercida por los que caminan a diario con ella. Arrastrando el sentimiento de la culpabilidad y la vergüenza del que intento que se desprenda. Sin tener muy claro el cómo y cuándo, una noche lo consiguen. Cruzaron y lograron llegar hasta una estación de tren y ahí compraron dos billetes con destino a Alemania. “¿De dónde sacaste la fuerza para seguir?” No se me ocurre preguntarle otra cosa.

“De mi hija. Quiero que mi hija crezca en un lugar seguro para las mujeres, que valga la pena todo mi sufrimiento”. Yo no se si ese lugar existe, pero se que está en nuestra mano luchar por ello.

Seguimos al teléfono. “Estoy muy nerviosa y confundida”, son las palabras que pronuncia desde su nuevo refugio, donde tampoco logra descansar. Dos hombres afganos que conoció en la estación de tren las acogen temporalmente en su casa. “¿Debo confiar en ellos?” No sé qué responder.

Cuando eres mujer y migrante no hay tiempo para el alivio. Los roles de género tienen consecuencias en los procesos migratorios. Ser mujer y migrante implica una doble discriminación que conduce directamente hacia una mayor situación de vulnerabilidad. Las violaciones a sus derechos humanos se ven acentuados por la interseccionalidad de las violencias. Las agresiones sexuales a mujeres en las rutas migratorias son una realidad que conduce hacia una problemática psicológica que alarga innecesariamente el camino hacía un destino mejor. Tanto como el silencio que mantengo mientras M. llora al otro lado del teléfono.

Las razones por las que dejó Irán

M. era profesora de infantil en Irán. Nos conocimos en las afueras del campo de refugiados de Subotica. Ahora duerme entre los árboles que rodean el centro porque no hay camas ni espacio suficiente en las instalaciones. Está acompañada de su hija D. de diez años y su pareja.

Con quince años M. se casó con un hombre que abusaba de ella y la maltrataba. Con diecinueve años se quedó embarazada de D., una niña de diez años a la que ahora consuela entre sus brazos. Ambas tuvieron que huir de Irán cuando el exmarido de M. casi la mata de una paliza por no llevar hiyab. En cuanto estuvo mínimamente recuperada, M. cogió lo poco que pudo y se marchó con su hija, dejando atrás su casa y su familia, y al hombre que casi acaba con su vida.

Ambas emprendieron un viaje hacía lo que habían oído que sería un futuro mucho más seguro y lleno de posibilidades. Sin embargo, el camino hasta Europa ha estado lleno de violencia en todas sus formas. Desde que dejaron su casa M. no solo ha tenido que cargar con el peso de las mochilas y con el de su propio cuerpo, no solo ha pasado frío y hambre, sino que ha visto cómo su hija de diez años ha pasado por lo mismo junto a ella.

D. está aterrorizada, no sabe quiénes somos. Está abrazada a su conejo de peluche mientras llora y esconde la cabeza entre los brazos de su madre. Hasta ahora la mayoría de los extraños con los que se ha cruzado en su camino tenían malas intenciones. No entiende nada de lo que su madre nos cuenta y solo le pide por favor que se vayan a casa, que no quiere seguir durmiendo en la calle ni pasando frío en el bosque.

Sin embargo, M. nos mira y nos pregunta “¿qué casa?”. Ninguna de ellas, ni de las cientos de personas que nos rodean quieren estar aquí. Nadie ha abandonado su hogar, su familia y su vida porque quisieran hacerlo.

La pequeña ha sido testigo de innumerables agresiones por parte de la policía a su madre, pero también a su pareja y al resto de hombres que conforman el grupo con el que viajan. La última vez que se encontraron con la policía serbia, les quitaron todo su equipaje y les dejaron solo con lo puesto, no sin antes propinarle una paliza a varios de los hombres. No les gusta este país, no se sienten acogidos y vayan a donde vayan tienen que esconderse de la policía o de cualquier persona que pueda causarles problemas.

A M. apenas le queda esperanza. Entre lágrimas de frustración nos narra como el día anterior había ido a comprar dos botellas de agua de 50cl a un supermercado y el personal de caja la chantajeó: Le pedían diez euros por ambas botellas, en vez de los 200 dinares (menos de dos euros) que costaban.

M. tuvo que acceder con tal de que no llamasen a la policía. No entiende por qué son objeto de tantas agresiones y violencia cuando lo único que pretendían al comenzar su viaje era sobrevivir. Mientras M. nos relata su historia, intentamos conseguir un kit de primeros auxilios para que pueda vendarse los pies y seguir con su camino esa misma noche, algo de abrigo para la pequeña, comida y productos de higiene básicos.

Llevan sin cambiarse de ropa ni ducharse veinte días. M. siente vergüenza por verse así. Cuenta que Irán era una mujer limpia y presumida, con un pelo largo y brillante que le llegaba hasta la cintura.

Tuvo que cortarse su melena porque sabía que las condiciones de higiene en el viaje que la esperaba eran prácticamente inexistentes. Nos enseña los calcetines llenos de suciedad que lleva puestos y sus pies, cuyos talones están cubiertos por heridas y ampollas. Ya se está haciendo de noche. Hace más frío y los últimos rayos de sol se esconden tras los árboles que rodean el campo. El ambiente se vuelve algo más denso, la gente tiene prisa y los diferentes grupos se preparan para la noche. Debemos marcharnos.

Nos despedimos, les deseamos mucha suerte y sobre todo, mucha fuerza en el trayecto que les queda. Mientras nos alejamos, M. estudia la bolsa con vendas y tiritas que le hemos dado y D. sigue abrazada a su conejo de peluche, aunque ahora sin llorar.