Por Masa Nazzal como parte del equipo de No Name Kitchen en Bosnia y Herzegovina. Traducido por Clemen Talvy
El primer mundo es el mundo bosnio, donde todo cierra a las 4 de la tarde, incluso los bares. La mayoría de las tiendas nunca tienen un horario fijo, así que hay que probar suerte para saber si están abiertas. Es el mundo donde el viejo monta su pequeño puesto para asar castañas en la esquina con el río, y toda la gente tiene un aspecto correctísimo e impecable cuando cruza el puente con sus chaquetas de invierno abullonadas.
Pero mientras camino por la ciudad, veo agujeros pequeños y grandes en las paredes, grandes vacíos en las aceras y casas derruidas. Aquí es donde recuerdo la presencia de una memoria de violencia pasada que ha permanecido entre la vida de aquí. Bihać es una tierra llena de restos de guerra. Un genocidio brutal que ha dejado su cicatriz en la tierra y en la gente. Las infraestructuras aún hablan de esta violencia. Agujeros de bala esparcidos por los muros de las casas. Donde toda la ciudad estuvo sitiada durante 3 años a mediados de los 90. La guerra quedó marcada en cuerpos y mentes. Su presencia perdura no sólo en los recuerdos y traumas del pasado, sino como una marca física dejada por la opresión de diferentes fuerzas que luchaban por el control. Al caminar por las calles veo a innumerables hombres que han perdido alguna extremidad en la guerra. Todos cargan con la permanencia de la violencia.
En el mismo espacio que este mundo bosnio existe un segundo mundo
Dentro de él está la gente que existe invisiblemente visible dentro de la sociedad de Bihać . Las personas en tránsito. Para ellas, Bihać es una ciudad de paso, algo que queda patente viendo las innumerables personas, normalmente hombres, que caminan por las aceras con mochilas, o bien recuperándose de una devolución en caliente de la policía croata —miradas derrotadas, heridos, cansados y cubiertos de barro—, o bien de camino a intentar cruzar la frontera croata —ropa limpia, caminando a paso más rápido, mochilas intactas llenas de comida para varios días y baterías cargadas, animados por un futuro en Europa que sienten tan cerca.
En ambos casos, estas personas suelen vivir en Bihać, en unos pocos lugares: en la estación de autobuses o en casas o edificios ocupados. Este es el mundo en el que tiene lugar mi trabajo. Me paso días enteros en los bancos de la estación de autobuses, donde hace un frío que pela, entre gente a la que no se le permite entrar en calor en la estación, que está a sólo unos metros. Este es el mundo en el que viven las personas en tránsito, fuera de la sociedad, a la que no son bienvenidas, ni siquiera como visitantes temporales. Este es el mundo de un sistema de segregación racista, incrustado en la vida cotidiana de las personas con las que trabajo.
En mi amigo íntimo, Moccine, he visto cómo estos sistemas pueden incrustarse en la psique. Cada vez que llevo a Moccine a tomar un café, a comer o incluso a una visita al médico para que revisen sus heridas, se muestra tímido. Cuando le pregunto qué le pasa, me dice: «Sé que no soy querido en estos lugares, me da vergüenza estar aquí, no quiero entrometerme en la vida de aquí». Intento explicarle que él no es el intruso, que es la sociedad la que es inhóspita, pero mis palabras no ayudan a disipar unos sentimientos ya tan profundamente integrados.
Esta sensación de intrusión se amplifica aún más por la forma en que la sociedad interactúa con las personas en tránsito en Bihać. La segregación de este mundo se hace patente en acciones cotidianas. A las personas en tránsito se las obliga a sentarse en la parte trasera del autobús, mientras que la parte delantera está reservada para turistas occidentales y personas bosnias. Los carteles de «No se admiten migrantes» proliferan por los cafés del centro de la ciudad, y los que no los tienen, les niegan la entrada y el servicio en cuanto entran en una tienda. En cuanto entran en la gran superficie, les obligan a dejar la mochila, porque se presupone que van a robar. Los taxis y los hoteles les cobran en exceso por sus servicios para explotar la necesidad de personas que ya tienen tan poco. Se les obliga a estar fuera, en todo momento, sin poder integrarse ni interactuar con la sociedad. Invisiblemente visibles.
Impedimentos para acceder al sistema de salud
Este entorno de desamparo en el que tienen que vivir las personas en tránsito se extiende a la denegación de atención médica de urgencia. Hace una semana, mientras hacíamos una distribución en la estación de autobuses, nos dimos cuenta de que nuestro amigo marroquí, Hamza, se había quedado ciego de un ojo. Su pupila se estaba volviendo blanca y decía que no podía ver. Vivía a la intemperie, en el frío, sin dinero y sin transporte para ir al campo para migrantes. Decidimos llevarlo al hospital, pese a que los médicos suelen rechazarnos, pero queríamos intentar hablar con personal médico sobre la necesidad inmediata de cuidados de Hamza.
Eran cerca de las 8 de la noche, y no había nadie, ni cola, ni pacientes. Había unos cuatro médicos sentados y dos recepcionistas, todos ellos sin nadie a quien atender. Tras unos cinco minutos de espera, llegó un médico y le pidió a Sori, una de las personas de mi equipo, que le acompañara, sin nadie más. Hamza se quedó esperando en la recepción.
Entonces, el médico le dijo: «Conocemos a este hombre, viene aquí a menudo, está loco, no podéis ayudarle, tenéis que cuidaros vosotros. Esa gente de Marruecos y Argelia, ni siquiera hay una guerra ahí, simplemente vienen aquí, son delincuentes. Tienes que protegerte, son peligrosos».
Cuando salieron de la habitación, llegaron otros dos médicos y les dijeron a Sori y Hamza que tenían que abandonar el hospital. Sori intentó razonar con el equipo médico para que, si no querían proporcionarle atención médica, al menos llamaran al campamento de Lipa (el campo de migrantes cercano a Bihać), para que lo llevaran a ver a un médico allí. Pero se negaron incluso a hacer una simple llamada. Así que Hamza fue abandonado, con la ceguera en un ojo, en la fría calle.
Se trata de un incumplimiento absoluto del juramento hipocrático que hacen todos los médicos. Un juramento que exige no rechazar el proporcionar cuidados, que exige no hacer daño. Es apabullante la cantidad de veces que hemos llevado a amigos al médico y que nos han denegado la asistencia. Hemos llevado a personas con heridas abiertas que necesitaban puntos de sutura, con costillas potencialmente rotas, y a personas que sufrían epilepsia, y en todos estos casos se nos ha negado la atención. Estos médicos se han apartado de la ética que exige su trabajo. En lugar de no hacer daño, perpetúan el daño.
La discriminación a personas que no vienen de países en guerra
Siempre me han chocado estas conversaciones en las que los marroquíes no son vistos como emigrantes «dignos» porque no están directamente afectados por una guerra. Nadie elige abandonar su hogar. Nadie elige dejar una vida que conoce, la familia que ama, la cultura de la que forma parte. Nadie cruza voluntariamente a pie desde Turquía hacia la Unión Europea sin una necesidad, una desesperación, por querer algo más de la vida.
Además, la cuestión con Marruecos no existe en el vacío. La crisis económica que viven las personas marroquíes no es auto infligida. Es producto de décadas de colonialismo francés que les ha despojado del derecho a su tierra y sus recursos, y luego se ha beneficiado de esta explotación. Y ahora Francia tiene la audacia de rechazar a las personas marroquíes porque son «emigrantes económicos».
Merece la pena pedir asilo frente a la pobreza. Merece la pena huir de la pobreza y buscar seguridad en otro lugar. La guerra no debería ser la única vía que permita a la gente buscar una vida diferente. Es absurdo, porque parece tan obvio. ¿Qué autoridad y poder tienen ellos para decidir quién es más digno de venir a Europa? La pobreza es una forma de violencia, aunque la UE considere que no lo es.
Es difícil ignorar el racismo sistemático y cotidiano que rodea a las personas en tránsito, pero también es importante explicar los momentos de profunda solidaridad entre los habitantes de aquí. Hemos conocido a muchas personas bosnias valientes, que dan poco de lo que tienen a las personas en tránsito. Isma, una anciana campesina, vive en la frontera entre Croacia y Bosnia. Todos los días ve a decenas de personas que vuelven de una devolución en caliente, ensangrentadas, golpeadas y mojadas. Tiene muy poco, pero no duda en dar y dar todo lo que tiene. Su historia forma parte de la de muchas personas que aquí siguen ayudando, incluso de la manera más humilde.
Las personas no son las instituciones y sociedades en las que se han criado. Lo que está bien se forma a partir de una ética instintiva. Esa sensación visceral de que lo que está mal no debe ignorarse nunca, porque es ese sentimiento el que nos aleja de los sistemas de racismo y desigualdad en los que hemos sido socializados.